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Ni la fe, ni la ideología, ni las predilecciones sexuales ni mucho menos el hinchismo deportivo vienen en nuestro ADN, hasta que se pruebe lo contrario. Son elecciones libres o por lo menos deberían serlo.

Sin embargo, en esta época que nos corre, las tensiones aumentan porque cada día más las personas nos hemos hecho conscientes de nuestra propia libertad.

Durante mucho tiempo las jerarquías de todas las raleas, las religiones, las escuelas y los mismos padres de familia se acostumbraron a ejercer su “derecho” a imponer de manera vertical lo que pensaban, lo que querían, lo que sentían, el cómo y el por qué, el cuándo y el por dónde.

Para eso, crearon dioses y fetiches, mesías y deidades, mitos y tabúes, que durante mucho tiempo aceptamos como respuestas a todo aquello que no entendía ni nuestra razón ni nuestro corazón. Y además, y de repeso, crearon el pecado, la segregación, el escarnio, la moral y, por supuesto, las leyes.

“No ha sido fácil tener una opinión, que haga valer mi vocación, mi libertad para escoger”.

Pablo Milanés

 

Sin embargo, hubo un momento en que los repudiados y los arrinconados entraron en sana rebeldía. Y por eso se alborotaron los negros y los pobres, los campesinos y los desempleados, los jóvenes y también los viejos rechazados, los hijos y las esposas maltratadas, los ‘atardescentes’ olvidados, los homosexuales, los abandonados, los nadie y los ninguneados sempiternos, las brujas y también los hechiceros, para reivindicar su derecho a ser y a pensar distinto a los demás.

Claramente no ha sido fácil y muchos, incluso, han muerto en el intento. Las viejas estructuras de dictadores y fantoches, de godos y retrógrados, de tiranos y mandones, se resisten a entender el derecho a disentir. Por eso, les gritan a los integrantes de la Minga que se vayan a su tierra o le hacen mala cara a los pobres, le hacen el feo a los negros, condenan al infierno a los gays y a las lesbiana, ignoran profesionalmente a los mayores de cuarenta o les dicen «terroristas» a los jóvenes que salen a marchar.

Por eso, que una estructura milenaria como la iglesia católica, en cabeza de su Papa, dé signos de apertura, es un síntoma claro de que las cosas están cambiando y los ‘ninguneados’ tendrán, por fin, una esperanza, porque una cosa son los nadie y otra, los don nadie.

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