Quinta carta del libro «Querida alma gemela… ¿dónde carajos estás?

Mi amado Joaquín

Desde la última vez que te escribí han pasado muchas cosas, y una de ellas es que decidí seguir adelante con nuestro plan. No voy a enterrar la declaración que hice de prepararme para nuestro encuentro, no me voy a dar por vencida a pesar de que las sombras de mis propios temores me ronden cuando menos lo espero. Me di cuenta de que si me invade la oscuridad, todo será en vano porque allí quedarán sumergidos los aprendizajes, los deseos y todo aquello que me mueve cada mañana. Debo confesarte que hay momentos en los que flaqueo, aunque cada vez son menos y tengo más fuerzas para encararlos y preguntarles qué me están queriendo decir, qué no estoy escuchando y por eso aparecen una y otra vez. Tal vez quieran enseñarme a reconciliarme con la parte de mí que no acepto, que no me gusta, pero que está dentro. Para ser valiente se debe tener una dosis de cobardía o no se puede ser fuerte sin haber sentido debilidad.

Hoy jugué a imaginarte esperando mi siguiente carta y preguntándote ¿por qué no llega? y fue allí cuando sentí que estaba faltando a mi promesa, porque seamos claros: no me gustaría que prometieras escribirme y me dejarás esperando algo que no va a llegar. ¿Estamos de acuerdo? Si nos prometemos algo convengamos que vamos a cumplir.  Así que aquí estoy de nuevo, luego de esa caída emocional y con la fe renovada en mí, en ti, en nosotros…

Y ¿adivina qué? Encontré una historia que me moría por contarte. Su nombre es Luis. Lo conocí en un café. Estaba yo pasando el tiempo mientras acudía a una reunión cuando lo vi en la mesa contigua. Me llamó la atención porque estaba sentado con la cabeza sumergida en un periódico. ¿Has visto esas películas en donde alguien que quiere esconderse abre el periódico y tapa totalmente su rostro queriendo pasar desapercibido, pero genera el efecto contrario? Bueno, ese era Luis. Y no pude menos que sonreír al evocar imágenes de ese tipo de películas. Y tan disimuladamente como pude lo observé. Parecía no tener más de 40 años, vestía un traje informal de jean, camisa y un sweater oscuro. Su cabello negro tenía un corte muy clásico. No era feo, bueno, aunque debo decirte que mis patrones de belleza a veces difieren de los de mis amigas, y cuando les mostraba hombres que me parecían lindos me miraban con cara de “¿ya fuiste al oculista?”.

Lo que más me llamó la atención fue su sobrepeso. Estaba yo absorta en mis observaciones cuando me di cuenta que se puso en pie y se me acercó. ¿Puedo compartir mesa contigo? Dije que sí. Y fue allí cuando descubrí que mis habilidades de detective no son las mejores porque lo primero que me dijo es que quería saber por qué lo observaba tanto. Debo admitir que me sonrojé y le confesé que me había llamado la atención su imagen medio detectivesca con el periódico y al parecer mi sinceridad me sacó del apuro y generó un ambiente de confianza.

Luis resultó ser un hombre con una historia muy interesante. Hace varios años atrás, me contó, nunca se hubiera atrevido a acercarse a la mesa de una extraña para pedirle compartir el café, porque efectivamente su sobrepeso le generó desde muy pequeño un complejo que le impidió relacionarse de forma fácil con los demás. Los niños suelen ser muy crueles en las escuelas y más cuando se trata de otros chicos diferentes a ellos por cualquier característica: tartamudos, con anteojos, con sobrepeso, o una nacionalidad diferente. Estos son solo algunos de los motivos que dan pie para que se conviertan en blancos del “bullying”. Eso vivió en su niñez. Sufrió burlas de parte de sus compañeros y no supo manejarlas. Nunca se las compartió a sus padres, así que ellos tampoco tuvieron la posibilidad de apoyarlo porque desconocían la realidad que vivía en la escuela. Y así atravesó todos los grados y si bien con el tiempo disminuyeron, marcaron su carácter callado y tímido.

Se sentía acomplejado cuando salía a la calle, cuando veía pasar a hombres delgados o musculosos, cuando veía a los deportistas, cuando veía a las parejas “delgadas” y sonrientes. Y ni qué decir con las mujeres. Su primera vez en el amor fue en un prostíbulo barato al que fue llevado por sus amigos y su primer beso realmente de amor lo dio hasta los 25 años con una compañera de trabajo con quién se hicieron afines, porque había vivido una historia parecida no por obesidad, sino por ser considerada fea. Sin embargo, esa historia no duró mucho. Luis se concentró en avanzar en su trabajo. Comenzó como cajero en un supermercado y su responsabilidad lo llevó, después de tan solo dos años, a ser el administrador del mismo, con lo cual empezó a tener una estabilidad financiera que le hizo sentir un poco más de seguridad en sí mismo. Y fue ahí cuando conoció a Adela. Se enamoró de ella en cuanto la vio. Y, lo mejor, sintió que a ella le pasó lo mismo. Trabajaba en un comercio cercano así que coincidían en ocasiones a la hora del almuerzo. Rápidamente la relación avanzó y a los pocos meses decidieron vivir juntos.

El primer año lo recuerda como un tiempo hermoso, pero después él admite que se volvió celoso, le reprochaba cada vez que salía, se imaginaba que iba a buscar a otros hombres más delgados que él y llegó a evitar salir juntos porque sentía que se avergonzaba de él, a pesar que la chica le repetía a todo momento que lo amaba tal y como era. Solo bastó otro año para que volviera a estar solo. Un día al regresar a casa encontró una nota de despedida en donde Adela le decía que, a pesar de amarlo, le era imposible continuar soportando tantos reclamos y celos y, sobre todo, que no podía estar con alguien que no se amara a sí mismo…

Joaquín, debo confesarte que cuando escuché esa historia me dio mucha pena y me sorprendió porque casos como el de Luis conozco pero de boca de mujeres, no me imaginaba que a los hombres pudiera ocurrirles lo mismo, porque históricamente a las mujeres se nos atribuye ser más vulnerables a nuestro físico y dejarnos afectar por lo que otros piensen de nosotros, más con los patrones de belleza que cada día nos marcan más la televisión y medios de comunicación, en donde se es linda no solo con medidas perfectas sino con pechos abundantes y cola dura.

¿Qué pasa cuando no nos aceptamos tal cual somos? La primera consecuencia es que no creemos en nosotros, y por ende será difícil creer en los demás.

Eso lo demostramos inevitablemente en nuestra forma de relacionarnos, pues puede estar caracterizada por señales de precaución e incluso de rechazo. Cuando no nos aceptamos con nuestros defectos e imperfecciones, sin darnos cuenta nos arriesgamos a ir perdiendo la capacidad para ser naturales y actuar espontáneamente, porque nos resistimos a creer que eso nos va a ayudar a conectar con otros. En lugar de eso podemos caer en volcarnos en nuestro propio mundo, y a la hora de actuar hacia los demás lo hacemos de forma calculada y torpe. Y lo que es peor: cuando una persona no acepta su cuerpo, puede llegar a distorsionar la realidad y magnificar sus “defectos”, sólo se fija en ellos, piensa que es horrible y que nada podrá cambiar su situación. El espejo se convierte en el peor enemigo.

A causa de esta inseguridad también se puede llegar a mentir para crear ante otros la vida que en realidad quisiéramos vivir, la forma de ser que en el fondo de nuestro corazón quisiéramos tener. Eso ayuda en las conexiones iniciales, pero en la medida que pasa el tiempo y más se profundiza una relación, la verdad de quienes somos va salir a flote, provocamos inconscientemente rupturas, las racionalizamos y explicamos este nuevo abandono con nuestra creencia de que la causa fue aquello que no me gusta de mi cuerpo.

“Claro, por ser obeso/a”, “yo sabía que esto no iba a funcionar porque hay personas más lindas” y otro tipo de frases que no permiten a la persona ver que realmente lo que la aleja de una relación duradera es su incapacidad para aceptarse y la vergüenza interna que sienten de sí mismos. Siempre serán responsables los demás, como en la escuela, son los otros culpables de que yo me sienta así.

¿Eres obeso? ¿Tímido? Me sonrío al hacer estas preguntas, pero en realidad no me importa la respuesta. Lo más importante es que te aceptes tal como eres. Confieso que a veces me cuesta hacerlo conmigo. Hay cosas de mí que no siempre he aceptado y amado, pero es algo que he venido mejorando ¡lo juro! Mi amado Joaquín, no sé si este sea tu caso, no puedo imaginarme cómo serás físicamente, alto, bajo, delgado, obeso. Pero si hay algo en ti que al mirarte al espejo aún no te aceptas, qué te parece si comienzas a verte con ojos más benévolos y, esto es un ejercicio que de seguro te va a funcionar, cada mañana frente a ese espejo que nos da nuestro reflejo obsérvate y presta mucha atención a los sentimientos que en ti despierta verte allí. Tu cara, tu cuerpo, qué partes te hacen sentir más cómodo y cuáles no. Es fácil reconocer estas últimas porque será en la que más te detengas sin darte cuenta. Las demás las aceptas así que las tienes incorporadas, pero las que no, habrá un instinto incluso de curiosidad por descubrir qué es lo que rechazas.

¿Sabes por qué esto me pareció tan importante? Porque si no nos aceptamos como somos, con nuestro cuerpo e imperfecciones, entonces no estamos listos para encontrarnos, porque no importa cuánto anhelemos nuestro encuentro o cuánto estemos esperándonos y deseándonos, cuando llegue el momento no vamos a ser capaces de entregarnos sin reservas y quizás corramos el riesgo de reflejar en el otro nuestra incapacidad para auto aceptarnos con nuestro cuerpo, en lugar de sentirnos agradecidos con él… y podríamos perder nuestra oportunidad. Yo no lo quiero ¿y tú?


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