Érase una vez, en 1991, cuando estaba iniciando mi camino como periodista y mi primer trabajo pago me llevó a cubrir la Asamblea Nacional Constituyente. Veintiún añitos, rulitos en mi cabello (crespos), carita de quinceañera tardía (desde siempre come años), libreta y lapicero BIC, grabadora de cuatro pilas pequeñas y casette, y lo más importante: las ganas de conquistar el mundo. Y ese era el combo con el que entraba en cada comisión, a escuchar cada intervención, cada discusión entre los magnos hombres y mujeres que reformaron nuestra constitución política.
Sin embargo, ese combo energético no me servía para nada en una comisión específica: la quinta de temas económicos, sociales y ecológicos. Aclaro que el tema me apasionaba, pero había un constituyente a quien voy a bautizar Pepe para no decir abiertamente quien es, que en cuanto empezaba a hablar, sin importar la hora, me enviaba un rayo adormecedor ultra fuerte, no podía con él. Mis parpados comenzaban a cerrarse, así que para evitar que esto sucediera tenía que ponerme en pie, moverme sutilmente y escribir como loca, así que se imaginarán lo agotada que terminaba cada vez que me correspondía escribir sobre él.
Sobreviví y con los años este constituyente llegó a ser ministro de Hacienda y me veía nuevamente: ahora como periodista política un tris más experimentada, cabeceando en plena comisión cuando él era invitado. No lo superé jamás. Hoy en día me reprocho el no haber guardado una grabación de su voz para mis noches de insomnio.
¿Qué tiene que ver esto con la vida? Pues todo. Porque si bien en nuestra vida diaria no somos conferencistas, gran parte de nuestros resultados se basa en nuestra capacidad para conectar con el otro.
Y uno de los canales a su disposición para lograrlo es nada más ni nada menos que su voz. ¿Y sabe que es lo más triste? Que un alto porcentaje no toma conciencia de ello y le resta importancia a la manera cómo la utilizan y sé que no lo hacen de malos, no, lo hacen porque no saben cómo hacerlo.
La manera como gestionemos nuestra voz impacta nuestra imagen ante los demás. Un volumen bajo puede dar señal de timidez o inseguridad. Y esto influye, a su vez, en la actitud, y confianza que los otros tengan de nosotros. Si te dicen a menudo «disculpe me puede decir de nuevo porque no lo escuché» o «que pena es que no le escucho» es importante que comience a tomar conciencia de lo que está proyectando.
¿Qué tener en cuenta? Adicional al volumen es importante gestionar el tono para no caer en la monotonía; la inflexión o atenuación de la voz pasando de un tono a otro sólo debe hacerse cuando la ocasión lo amerite y la claridad que incluye buena pronunciación.
Y si eres formador en cualquier nivel, ¡aún más! ¿Qué cambios harías si una cámara revelara varios participantes «cabeceando»? ¿Qué costos para la empresa puede generar esos «vacíos de conocimiento» que en esos instantes se perdieron? y para la educación de nuestros hijos ¿cuántas cabeceadas, chateadas, etc, podrían evitar sus docentes si tomaran cartas en la manera como están conectando con ellos?
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