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Llegó el momento de reflexionar sobre nuestra vida y pensar hasta qué punto esta cultura digital nos ha beneficiado o nos está carcomiendo los procesos comunicativos y las relaciones interpersonales. Y es que ver a todo el mundo con la cabeza hacia abajo, mirando sus pantallas mientras las personas y el mundo pasan deja mucho que pensar…

Voy a decir algo que es un secreto a voces, pero que para algunos es un sacrilegio: Whatsapp, Facebook, Twitter, Instagrama y demás están teniendo unas repercusiones enormes en nuestras vidas, generando cambios profundos (y de repente irremediables…) en nuestros comportamientos y hábitos que pueden facilitar nuestro desarrollo personal y social. O complicarlos…

No se trata de fundamentalismo que buscan satanizar las tecnologías, ni rechazarlas plenamente y tampoco caer en el error de afirmar que así es el mundo, que vaina y ni modo. No. Se trata de generar posturas críticas y reflexivas alrededor de estos temas que nos ayuden a un crecimiento integral y a un verdadero desarrollo sin sacrificar nuestra naturaleza que no es otra que amar y ser amados. ¿No sería mejor amar que tener “likes” como menciona un video que anda por la web?

Los avances tecnológicos son impresionantes, vienen a tal velocidad que ni nos damos cuenta de todo lo que sucede a nuestro alrededor. Es un viento fuerte, constante, que no necesariamente es bueno porque su paso ha derribado más de un árbol y ha arrasado con momentos y encuentros reales, vivos e irremplazables.

La tableta por el parque; la aplicación por el juego real; el mensaje por el diálogo; el “like” por el encuentro; la intimidad y la privacidad por la sobre exposición social; el silencio de un paisaje por la “selfie” para que todo el mundo se entere. Qué añoranza ver a los niños intentar varias veces pasar el pasamanos y ahora solamente quieren lanzar pajaritos de colores contra unos verracos marranos; qué nostalgia ver que las reuniones y los encuentros con familiares y amigos se reducen a un corto texto en una plataforma plana, vacía, insulsa que se ha convertido en el centro de la comunicación humana: “¿quieres ver los primeros pasos de tu hijo? ¡Ah! Verdad, no tienes tiempo; ya se, la oficina. Si, ya te lo mando por Whatsapp…” Dos chulitos han reemplazado todo ya que nos confirman que nuestro interlocutor ha leído el mensaje.

¿Todo tiempo pasado fue mejor? Esa pregunta surge en este momento en donde todo parece que se reduce a un plano código binario. Sin negar que las Tic han traído innumerables beneficios, es claro que nos ha quedado grande dominarla y que son las tecnologías las que nos dominan. ¿Quién de ustedes no tiene un familiar que se la pasa con la cabeza mirando su celular en el almuerzo en grupo? ¿Quién de ustedes no tiene un amigo que publica todo lo que hace en el día, desde que se levanta hasta que se va a la cama? ¿Quién de ustedes no conoce alguien que si no se conecta a Internet una hora sufre de alteraciones de genio, ansiedad y desespero? ¿Cuántos de ustedes han terminado una relación afectiva por medio de un mensaje para no dar la cara? El amor, el deseo, iniciado, mediado y acabado con un simple clic…

Chat, Messenger, Skype, Viber, Cupido.com, en fin, hay de todo. Pero bien vale la pena tener en cuenta que muchas de las experiencias humanas más hermosas (un beso, un abrazo, la amistad, el entretenimiento, la reflexión, el silencio), requieren de una condición para ser vividas realmente: es el desapego y la desconexión; es ser realmente libres de la tecnología.

Somos una idiota generación digital que cree que los chips, las pantallas touch y los screen son el maná que nos cayó del cielo y nos alimenta. ¿Cómo puede llamarse progreso a aquello que nos dificulta una comunicación real y profunda cuando estamos hechos para estar en permanente comunicación y comunión con el otro?

La tecnología nos ha vuelto impacientes, queremos todo ya, de inmediato; queremos agradarle a todo el mundo. Ejemplo: el desespero que nos entra cuando una página web carga muy lento; o la melancolía cuando publicamos una foto en el “Face” y nadie, pero nadie nos regala un “like” y nos vemos en la penosa obligación de “autolaiquearnos” a manera de consuelo tonto de aquel que no es quien dice ser sino que publica lo que sabe los otros esperan de él. La paradoja de la falsa realidad en línea en donde queremos ser lo que los demás esperan de nosotros y no lo que realmente somos, con nuestros defectos y virtudes.

Somos una idiota generación digital que cree dominar la tecnología. Pero lo que claramente sucede es que somos dominados, absorbidos, consumidos, arrastrando con nosotros situaciones, personas y momentos vividos y por vivir que es lo más triste: ¿cuánto hemos perdido por andar en “posición ardilla” pegados a esa pantalla? Indecible, inimaginable, incalculable.

Tenemos que ser más críticos de nuestras dependencias tecnológicas; tenemos que salir de verdad al mundo real; tenemos que ser capaces de apagar nuestros teléfonos y demás artilugios para encontrarnos, redescubrirnos.

Ojalá y volvamos a pensar, a meditar; a hablar con el vecino, con los hijos, con los amigos; ojalá y miremos un paisaje y lo guardemos para nosotros en lo más profundo de nuestro corazón y no tengamos esa terrible tentación de colocarlo en la red.

No seamos por siempre los idiotas digitales que enriquecen a unos pocos mientras se empobrece nuestra vida y nuestra realidad humana.

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