Nunca he vivido ni sentido directamente la guerra, salvo por algunos incidentes menores –desde mi punto de vista-. Un leve hostigamiento a una patrulla de policía en la que iba cuando prestaba servicio militar, un par de retenes guerrilleros en viajes por carretera y una bomba de Pablo Escobar en la guerra contra el narcotráfico. Fue el 15 de febrero de 1993 en el centro de Bogotá. Yo estaba a tres cuadras del sitio. Murieron cuatro personas. Por lo demás, la he vivido por TV, radio y nuevos medios. Tampoco mis familiares directos o amigos muy cercanos.
Nací y he crecido en un sector ‘privilegiado’ o afortunado de esta Colombia violenta, desigual y subdesarrollada.
He dormido casi todas las noches sin la zozobra de una toma guerrillera, un avión fantasma bombardeando, una invasión de paramilitares; no he sido forzado a desplazarme del lugar de donde vivo. Tal vez he visto coletazos de la guerra en las zonas ‘seguras’ de las grandes ciudades: los desplazados del semáforo, los niños que piden limosna, las viudas buscando justicia frente a organismos estatales.
En algunas ocasiones viajé a zonas de conflicto –siempre con las medidas preventivas necesarias-. Frente a la guerra soy cobarde. No me gusta. Evito la violencia en todas sus formas, incluso ser guerrerista de escritorio. En algunas de esas zonas escuché historias desde todos los bandos: guerrilla, narcos, paramilitares y agentes estatales. Todos responsables en el desangre y la desesperanza.
Esta columna no tiene cifras –que fácilmente pueden encontrar en internet en documentos oficiales y extra oficiales-: número de muertos, desplazados, desaparecidos, víctimas de minas antipersona, entre otros graves casos de violaciones a los derechos humanos. Cifras que hace años se nos volvieron paisaje.
Tan sólo detener el sufrimiento de cientos de campesinos u otros ciudadanos, de detener las muertes de los directamente involucrados en el conflicto, me hace votar sí. Que paren. Que hablen. Que son mejor los votos que las balas, las discusiones que las bombas.
Entiendo y respeto profundamente a las víctimas directas del conflicto que no están a favor del acuerdo. Que quieren ver a las FARC-EP exterminadas o con todos sus cabecillas cumpliendo altas penas en la cárcel.
Contra ese sentimiento de rabia, dolor y sensación de impunidad no hay argumento que valga. Pero voto SÍ para que estas situaciones nunca más se repitan. Tragar sapos para evitar que se reproduzcan. Que el ciclo de dolor por la violencia en Colombia se reduzca a mínimos históricos. No pedir que se acabe totalmente porque ningún país está exento totalmente de violencia.
No busco convencer a alguien de votar por el SÍ. Muchos colombianos tienen definido su voto a días del Plebiscito. Tampoco criticar a quienes no leyeron las 297 páginas del acuerdo. Nuestra democracia –por imperfecta que sea- nos permite ese derecho. El libre derecho de elegir.
Colombia tiene muchos problemas pero terminar con uno de los más graves, inhumanos y largos permitirá concentrarnos en los demás, sumado a los grandes compromisos adquiridos en las negociaciones. Firmar la paz será lo más ‘sencillo’. Sostenerla es el reto.
Circula por diferentes medios bastante desinformación acerca de los acuerdos. Exageración y falacias tanto como los del NO como los del SÍ. Ni a Colombia se la tomará la dictadura Castro Chavista como gritan muchos del NO, pero tampoco llegará la paz estable y duradera como aseguran otros triunfalistas del SÍ.
Tengo gran escepticismo por lo que viene. No viene la paz pues no es el fin de la violencia. Llega el fin del conflicto con las FARC-EP, pero los demás problemas se mantienen. Y la historia nos ha dado la razón en que no necesariamente el fin del conflicto trae consigo la paz y el desarrollo de las naciones. En Latinoamérica hay buenos ejemplos de eso.
Nadamos en cultivos de hoja de coca –tristemente volvemos al primer lugar como productores-; otros actores ilegales buscarán suplir el vacío de la zonas que las Farc dejarán; carteles empresariales legales que orquestan crímenes para robar a los consumidores; y la incansable, casi invisible y altamente dañina corrupción estatal que nunca ha sido vista ni tratada como lo que es: el peor de los males en Colombia.
Y aún con todo esto, votaré SÍ.
Le apuesto a una utopía para que deje de serlo. Poder caminar sin temor a una mina, poder ir a la escuela sin temor a una bala, poder discutir diferencias sin temor a un asesinato.
Bienvenidas y respetadas todas las ideas, por buenas, malas, peligrosas o utópicas que sean. Nunca las balas.
Hoy tenemos un mal menos. Veremos.
Soy de los que piensa, por ahora, que Colombia no tiene arreglo. Pero con este acuerdo de paz SÍ estaremos un poquito más cerca.
Actualización: GANÓ EL NO. #VidaPuercaLaMía
¡QUÉ LEJOS ESTAMOS!
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