Susana no había identificado qué le pasaba, pero llegó
buscando ayuda por sus constantes depresiones.

Ella es una diseñadora gráfica muy creativa, soltera,
esbelta, amante de los deportes y la naturaleza, de treinta y cinco años. Ese
día vestía jeans, sandalias, buzo de algodón, y un bolso tejido a mano.

Cuando comenzó a hablar de su vida, lo que contaba no
concordaba con la imagen que uno se formaba a primera vista por su aspecto. Comenzó
a hablar de su vida, su soledad, sus depresiones, su amargura y sus preocupaciones
relacionadas con la salud.

No se sentía enferma ni andaba autodiagnosticándose
enfermedades, por lo tanto no se consideraba hipocondriaca. Pero se sentía
débil, pálida, cansada y se quejaba de que no dormía bien. Se cuidaba para no
llegar a enfermarse. No consumía drogas ni alcohol, no tomaba café, no fumaba,
y le gustaba la «comida sana».

Era compulsiva con el orden y bastante autoexigente con
su trabajo, lo que hacía que tuviera cierto éxito en el aspecto laboral, pero
le parecía que la vida no podía ser solo eso: Trabajo y soledad. Así resumía su
existencia.

Sus padres eran ambos muy exitosos en sus respectivas
carreras lo que los mantuvo bastante ocupados y alejados de ella durante la
niñez. La empleada del servicio estaba permanentemente ocupada lo que hizo que
Susana escapara de su soledad frente al televisor. El sobrepeso ganado debido a
su inactividad, hacía que fuera el blanco de burlas y críticas de las otras
niñas con quienes estudiaba, lo que hizo que Susana viviera su primera gran
depresión desde muy pequeña. Los recuerdos de su niñez son de tristeza, soledad
y ganas de morirse. Soñaba con mucha frecuencia que se moría y sus padres
lloraban frente al ataúd lamentándose por no haber aprovechado el tiempo con
ella cuando estaba viva.

Con la pubertad adelgazó y se convirtió en una deportista
consumada; también era una excelente estudiante, pertenecía al grupo de teatro,
al coro, al equipo de atletismo, al de voleibol, al club literario y se convirtió
en líder. Era bonita, delgada y se destacaba en todo. Sentía que estaba siguiendo
los pasos de su madre, una prestigiosa psicoanalista. Se juró a sí misma que
nunca más iba a dejarse engordar y desde ese momento comenzó una rígida
disciplina alimentaria autoimpuesta.

Luego viajó a Bogotá para estudiar en una de las mejores
universidades del país. Vivía en un apartamento con otras tres amigas de su
ciudad. Iba al gimnasio concienzudamente cuatro veces por semana y entró al
grupo de danzas y al equipo de voleibol femenino de la universidad. Allí
conoció a una chica que la invitó a conocer la filosofía macrobiótica.

Duró seis meses aplicando los principios aprendidos del
maestro Tomio Kikuchi, buscando el equilibrio entre el Yin y el Yang en todos
los aspectos de su vida. En la comida, trataba de equilibrar alimentos Yang,
con alimentos Yin.

Para saber si un elemento era Yin o Yang, tenía en cuenta
diversos criterios como su origen, composición química, forma, color, etc.

Un día, en un comedor macrobiótico, conoció a Gabriel. Un
joven con quien rápidamente hizo empatía. Gabriel la invitó a cine y a los
pocos días se convirtieron en pareja.

Gabriel era amante de las caminatas ecológicas y la
invitó a varias. Al poco tiempo se terminó la relación con Gabriel, pero Susana
siguió asistiendo a las caminatas; allí conoció a Pablo, quien era vegetariano.
Se hicieron amigos y a Susana le pareció muy saludable su estilo de vida.
Además, era una garantía para no engordar. Pablo pertenecía a una corriente no
muy rigurosa llamada ovolactovegetarianismo, es decir, además de vegetales, podía
ingerir leche y huevos, así que a Susana no le costó trabajo unirse. De hecho,
ella desde hacía tiempo no comía alimentos «artificiales», es decir, producidos
industrialmente, ni «peligrosos», es decir, enlatados.

Susana se sentía muy bien. Estaba cuidando su salud y no
se dejaba engordar; poco a poco fue conociendo gente con su misma forma de
alimentación, así que tenían reuniones, se daban unos a otros consejos sobre
alimentación «sana» y vivían una vida muy alegre.

Sin embargo, algo en el fondo la hacía pensar que era una
descuidada consigo misma. Así que decidió entrar en otra corriente más estricta
del vegetarianismo. No volvió a comer leche ni huevos. Seguía compartiendo con
sus amigos vegetarianos, pero cuando sucumbía ante el antojo de comerse un
pedazo de queso, sentía una gran culpa. Pensaba que se podía enfermar por ser
tan descuidada con su cuerpo y su salud… En algunas ocasiones ¡sentía síntomas
físicos de enfermedad!

Eso fue deteriorando poco a poco la relación tan linda
que había formado con el grupo. De hecho, su motivación era diferente. Ellos
eran vegetarianos, como una protesta contra el maltrato animal. Por eso
consumían alimentos extraídos de los animales sin matarlos. En cambio, Susana
era vegetariana como una forma de cuidar compulsivamente tanto de su cuerpo,
como su salud.

Un día alguien que había conocido hacía mucho tiempo, la
invitó a un grupo de Veganos. Ellos eran vegetarianos que por motivos éticos no
consumían nada derivado de los animales. Susana se sorprendió al ver que no
usaban cuero en su vestimenta, ni nada que pudiera provenir de un animal. Se
regían por unos principios bastante estrictos, pero a Susana le gustó la forma
como comían.

Entre los veganos terminó su carrera universitaria y
comenzó su vida profesional. En todas partes se sentía fuera de lugar, excepto
cuando estaba con sus amigos veganos. La mayoría eran mayores, así que no le
fue fácil encontrar pareja entre ellos, pero se sentía muy bien con el grupo.
Además, los hábitos alimenticios del grupo eran lo que ella siempre había
buscado. Lo único que le molestaba un poco era la forma de vestirse. A veces
echaba de menos los zapatos y los cinturones de cuero. Le encantaban los paseos
de contacto con la naturaleza con ellos. De alguna manera le contagiaban su
amor hacia todo ser viviente.

Todo iba relativamente bien hasta que un día una amiga
vegana le habló de una comunidad en la que no eran tan estrictos con la
vestimenta, pero sí lo eran con la comida «saludable». Susana quedó muy
interesada después del relato y decidió buscar a dicho grupo… hasta que lo
encontró.

Con ellos se sintió como pez en el agua desde el primer
día. Les encantaba el contacto con la naturaleza, de hecho hacían reuniones
nudistas en parajes naturales lejanos, había gente joven entre ellos, y lo que
más le llamó la atención fue el cuidado que tenían con los alimentos para no
dañar sus propiedades nutritivas.

Se autodenominaban crudívoros; jamás consumían productos
cocinados. Todos los productos eran crudos o ligeramente tibios (a menos de 50
grados centígrados). Eso los hacía más «saludables», pues al no pasar por la
cocción los alimentos no perdían las vitaminas, las enzimas, ni los nutrientes.
A veces, para activar las enzimas de los alimentos, los sumergían en agua antes
de consumirlos. La cocina era un arte un poco más dispendiosa, pues hacían unos
platos realmente exquisitos, atractivos y variados, pero tomaba más tiempo.
Hacían una imitación de espaguetis cortando vegetales a lo largo, de tal forma
que al servirlos tibios, tenían una consistencia muy parecida a la de la pasta.

Allí comenzó la relación sentimental con Eduardo, el
hombre de su vida. Con él compartían todo, y sobre todo, se entendían muy bien
con respecto a la comida. Disfrutaban mucho el contacto con la naturaleza, los
paseos nudistas, alejados de la tecnología, bañándose sin jabón bajo una
cascada de agua fría y reuniéndose en las noches alrededor del fuego. Eran muy
estrictos con ciertos hábitos y con los rituales alrededor de la comida. Había
ciertos vegetales que no podían tocar determinados materiales (por ejemplos,
cuchillos metálicos, etc.)  para
conservar mejor sus propiedades. Ellos procuraban hacer todo al pie de la
letra, aunque la preparación de las comidas les tomaba mucho tiempo. Muchas
veces, para ahorrar tiempo comían los alimentos completamente crudos y sin
ninguna preparación, pero rápidamente se cansaban y tenían que volver a los
rituales de cocina.

En su trabajo y en otros aspectos de su vida, Susana era
considerada un bicho raro. Nunca asistía a las reuniones sociales, y cuando lo
hacía, porque era inevitable, llegaba con su propia comida. Cuando viajaba a
visitar a su familia, su equipaje de ropa descomplicado y su vestimenta
informal, contrastaban con el complique del mercado que llevaba para preparar
sus alimentos.

Cada vez que por cualquier motivo se veía obligada a
alterar sus estrictos hábitos alimenticios, se sentía culpable, enferma y
débil… y si por casualidad recibía el contagio de una virosis cualquiera, se
ponía furiosa consigo misma e inmediatamente establecía una relación entre su
enfermedad y los alimentos «venenosos» que había ingerido.

Con respecto a las medicinas era otro problema. Cuando
visitaba al médico por cualquier problema y éste le recetaba medicamentos que
Susana consideraba tóxicos y artificiales, ella buscaba una alternativa natural
y se hacía infusiones y menjurjes; mientras más extraños y desagradables al
gusto fueran, mayor poder sanador les atribuía.

De pronto, un día terminó la relación entre Susana y
Eduardo. Hasta ese día, ella consideraba que su vida había sido «normal»; a
partir de ese momento comenzó a descender en picada comenzaron las depresiones
inexplicables y la sensación de que nadie en el mundo la comprendería nunca.

No volvió al grupo de crudívoros, ni a ninguno otro
porque temía el dolor de reencontrarse con Eduardo; entonces comenzó a tratar
de encajar en la sociedad de la cual se había desvinculado hacía mucho tiempo.
No le costó trabajo conservar sus hábitos y de hecho crear unos más estrictos
integrando todas las filosofías que había conocido. La nueva filosofía de vida
y de salud crada por ella, era una mezcla de macrobiótica, veganismo, medicina
natural y crudivorismo.

Había podido conservar su trabajo porque era muy
creativa, pero durante años no había hecho nada por crear lazos con sus
compañeros. Se sentía juzgada y rechazada por ellos, debido a sus hábitos, pero
no se daba cuenta de que cada vez que hablaba con alguno, su actitud soberbia y
crítica con respecto a los hábitos de ellos que consideraba poco saludables, creaba
una barrera infranqueable.

Ella pensaba que para integrarse socialmente no podía
arriesgar su salud ni compartir todos esos hábitos «nocivos» y
«autodestructivos» exponiéndose a hormonas, preservativos, agroquímicos y quién
sabe qué otros venenos.

Todas sus charlas giraban alrededor de la comida, de la
salud y de los hábitos «buenos» y «sanos». Nunca pensaba en si la comida era
rica o no, sino en si era «conveniente» o «buena para su salud». Eso hacía que
a pesar de su aspecto físico agradable, cualquier persona, (incluyendo a sus
pretendientes), después de un par de conversaciones con ella, saliera corriendo
para nunca más volver.

Susana vivía sola y dedicaba más de siete horas al día a
la alimentación, sumando los desplazamientos para conseguir los alimentos
naturales, frescos y sin agroquímicos, los extensos rituales para prepararlos,
y el tiempo que dedicaba a ingerirlos. No es difícil darse cuenta de por qué se
sentía cansada y débil todo el tiempo, y además consideraba su vida un océano
de trabajo y soledad.

Después de haber tocado fondo con su problemática, Susana
ha tenido que reconocer en primer lugar, que el origen de todos sus problemas
no está en Eduardo, ni en sus compañeros de oficina, ni en la sociedad, sino en
ella misma. Ha tenido que trabajar sobre su autoestima para darse cuenta de que
hay diferentes formas de quererse y consentirse, y que su obsesión extrema y
permanente con la comida no era una forma de cuidarse, sino de autodestruirse.

Ha comenzado a descubrir las contradicciones absurdas de
algunas personas a quienes seguía, que no prendían el teléfono celular porque
las ondas electromagnéticas eran nocivas para el organismo, y al mismo tiempo
fumaban un paquete de cigarrillos al día. Otros no ingerían alimentos
producidos industrialmente porque estaban llenos de preservativos que eran
venenosos para el organismo, pero destruían sus vidas consumiendo marihuana
todos los días porque era «sana» y «natural».

Todavía no se siente lista para tener una relación
sentimental, pero tiene amigos y amigas que se preocupan por ella y con quienes
habla todas las noches cuando llega a casa. Además sale todos los fines de
semana con su grupo de amigos, con quienes se reúne a ver películas, jugar,
hablar y por supuesto, comer, actividad que está dejando de ser estresante y de
consumir toda su energía y atención, para comenzar a convertirse en un sencillo
placer.

Está entusiasmada con su proceso y lo más importante,
según sus propias palabras y parodiando la canción: Ya no se siente «flaca,
ojerosa, cansada y sin ilusiones».

 

*Los nombres
y algunos detalles han sido cambiados para proteger la identidad de las
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