¿El
hábito de comprar compulsivamente puede ser considerado una adicción? ¿Cómo se
puede tocar fondo comprando compulsivamente?

¿En
dónde se puede encontrar una luz de esperanza para salir de este flagelo?

Dejemos
que Érika nos cuente su historia y nos ayude a conocer esta problemática…

 

Ramiro
Calderón

http://ramirocalderon.wordpress.com

calderon.ramiro@gmail.com

 

Mis padres vivieron una infancia llena de
necesidades materiales y salieron adelante trabajando arduamente. Han tenido
que trabajar muy duro para construir una pequeña fortuna y asegurarse de que nosotros
no fuéramos a pasar por las carencias que ellos tuvieron que afrontar durante
su infancia y adolescencia.

Mi papá cuenta que tuvo su primer par de
zapatos a los diez años; que a los doce años le tocó salir de su casa a ganarse
la vida; que le tocaba caminar cinco kilómetros para llegar a la escuela en la
época de la violencia; que muchas veces, siendo un niño, se tropezó con muertos
en el camino y que lo único que llevaba en la lonchera para pasar el día era un
pedazo de panela.

La historia de mi madre es similar; no te la
cuento, para no ponerte a llorar y porque se me va todo el tiempo contando historias
de otros. La historia que quiero contar es la mía:

En mi casa nunca ha faltado la comida y
siempre ha habido cierta abundancia material. Hemos estudiado en los mejores
colegios, todos tuvimos carro nuevo al finalizar el bachillerato, y cuando entramos
a la universidad recibimos una tarjeta de crédito amparada como respaldo para
cualquier emergencia.

Mis padres han sido muy trabajadores toda la
vida. Siempre salían desde muy temprano y volvían tarde a casa. Varias veces al
año viajaban a ferias y congresos para conseguir clientes en el exterior y
volvían con los brazos llenos de regalos para nosotros.

Desde muy pequeña aprendí a llenar mis
vacíos afectivos con cosas. Mis padres no estaban para escucharme o darme
consejos… ni siquiera para darnos las buenas noches o los buenos días. Creo que
se sentían culpables por eso y nos atiborraban las habitaciones con juguetes.

Yo era una niña solitaria y retraída. Me
costaba trabajo hacer amigas en el colegio, pero los juguetes nuevos y las
cositas curiosas que llevaba, me permitían destacarme, diferenciarme y
convertirme en una especie de líder. Las otras niñas querían ser mis amigas
para que les prestara mis juguetes. En el fondo, yo sentía que había algo que
no estaba bien; me resentía porque no me querían a mí sino a mis cosas, pero no
sabía cómo relacionarme, le tenía pavor a quedarme sola y terminaba sucumbiendo
al impulso de comprar cariño. De alguna manera, yo repetía el mismo patrón de
expresión de afecto de mis padres. No sabía expresar mis sentimientos o crear
empatía con otras personas. Simplemente les regalaba cosas. Así ha sido toda mi
vida. Aún hoy, me parece más fácil regalar un par de aretes o un vestido a una
amiga a quien he ofendido, que pedirle perdón.

El problema apareció cuando me independicé.
Terminé la universidad y decidí irme a vivir sola para escapar del control de
mis padres. De alguna manera sentía que, ellos usaban la generosidad o la
privación como zanahorias y garrotes para manipularme y lograr que yo hiciera
lo que ellos querían.

Apenas tuve mi primer empleo, decidí
arrendar mi propio apartamento, un hermoso ‘penthouse’ que me costaba
mensualmente casi lo mismo que yo me ganaba en el trabajo. También obtuve mi
primera tarjeta de crédito propia. Me sentí grande y autosuficiente. Tenía el
mundo a mis pies.

Mis padres estaban encantados por mi
independencia y autonomía, y me ayudaron a dotarlo. Me regalaron muebles,
cuadros, lavadora, nevera, microondas y todo lo que podía necesitar.

Dos meses después había copado la capacidad de
mi tarjeta de crédito y ya había obtenido una segunda tarjeta. Utilizaba la
segunda para comprar cosas que «necesitaba» u ofertas que no podía resistir y para
ayudar a pagar las cuotas mensuales de la primera.

Yo no había hecho conciencia de que lo que se
compraba con tarjeta de crédito debía ser pagado algún día. Quedé obnubilada
por esa sensación de pertenecer a un círculo selecto y distinguido que obtenía
las cosas «gratis».

Poco a poco, haciendo lo que yo llamaba «contorsionismo
financiero», terminé teniendo ocho tarjetas de crédito, usando unas para pagar
las otras y con un ritmo de gastos que nunca habría podido sostener con mi
sueldo… hasta que todo colapsó.

Copé la capacidad de todas las tarjetas, no
pude seguir pagando cumplidamente, comencé a recibir llamadas intimidantes de
los bancos, y mi vida se convirtió en un infierno.

Cuando no estaba trabajando, estaba
encerrada en mi apartamento, pues no tenía dinero para nada. Pero no quería
estar allí. No quería recibir las cuentas de cobro que llegaban todos los días
a mi buzón, ni las llamadas amenazantes. Empecé a tener ataques de pánico cada
vez que sonaba el teléfono.

Ese podría haber sido un fondo terrible, de
no ser porque una noche invité a mis padres a comer. Todo parecía
maquiavélicamente planeado, tal vez en mi inconsciente. Cuando mi papá me
preguntó cómo iba todo, se me escurrieron las lágrimas, y con la voz quebrada
le conté de las ocho tarjetas de crédito, que debía dos meses de arriendo,
nueve de administración, que tenía cortada la salida de llamadas de mi teléfono
y además estaba a punto de que me cortaran todos los servicios.

Mis padres se conmovieron y me salvaron. En
menos de un mes estaba viviendo en casa de ellos nuevamente y con mi historial
crediticio intacto. Todo lo que ganaba en mi trabajo me quedaba libre para mis
gastos personales.

Ahora lamento haber pedido ayuda esa vez,
pues de haber afrontado mis problemas sola, habría aprendido lo que estoy aprendiendo
con tanto dolor hoy.

Mientras viví con mis padres, no tuve más
tarjetas de crédito. Como tenía mi sueldo libre, en realidad me podía dar
muchos gustos. Compraba ropa, perfumes, cremas, bisutería y miles de cosas que
no necesitaba. Ahora lamento no haberme dado un solo viaje. Me parecía que
nunca tenía para un viaje.

En realidad ganaba bien. Pero era tal mi
compulsión por comprar, que a mitad de mes ya me había gastado todo el sueldo y
le pedía a mi papá dinero para la gasolina y el parqueadero.

Todos los meses se repetía la misma historia:
Vivía como una princesa la primera semana y como un mendigo las otras tres
semanas. Cuando no podía dar rienda suelta a mi compulsión por comprar, me
sentía deprimida, negativa, intolerante e irascible.

Cuando salí de la casa de mis padres, casada
con Jorge, mi futuro se veía prometedor. Pero al poco tiempo comenzaron las
discusiones de dinero con él. Me reclamaba que mis hábitos de consumo no nos
permitían ahorrar ni proyectarnos hacia el futuro. Que todo nuestro trabajo se
iba en pagar cosas que atiborraban nuestros ‘closets’ y que ni siquiera
necesitábamos.

Yo no podía parar de comprar. Recuerdo que
en esa época me di cuenta de que era impotente ante ese impulso. Pero no sabía
que se podía buscar ayuda. Sentí la desesperanza, la culpa y el dolor de ver
que estaba destruyendo mi hogar y destruyéndome a mí misma, y no podía hacer
nada para evitarlo.

Llegaba al menos dos veces por semana,
cargando una bolsa con algo que había comprado. Le decía a Jorge que me lo
habían dado de cumpleaños en la oficina, que había sido por el día del amor y
la amistad, que era un regalo de navidad atrasado, etc. Yo seguía «recibiendo
regalos» dos o tres meses después de las fechas especiales.

Luego miraba las cosas que había comprado,
muchas de esas ni me las ponía y no podía contener el llanto. Lloraba en el
baño para que no me viera.

Vivíamos muy apretados. No nos alcanzaba el
dinero para nada. Apenas sobrevivíamos. Queríamos tener hijos, pero ese era un
lujo que no nos podíamos permitir. Yo me sentía muy culpable.

Jorge me reclamaba que no podíamos seguir
esperando a que la situación mejorara. Que teníamos que hacer algo… hasta que
no pude sostener más la mentira de mis tarjetas de crédito. Otra vez las había
copado.

Comenzaron a llamar de los bancos los fines
de semana, por las noches, a toda hora… y mi esposo decidió hacer algo: Se fue.

¡Cómo me duele no haber sabido en ese
momento lo que sé ahora!

Desde que me enseñaste las herramientas del
programa de Deudores Anónimos, me he podido mantener solvente un día a la vez.

Mantenerme solvente, quiere decir que no
adquiero deudas por ningún concepto. No es un compromiso que adquiero para toda
la vida, que me agobiaría. Solamente lo hago por el día de hoy.

De una forma milagrosa, algunas de mis
deudas han desaparecido y estoy haciendo un plan de pagos para las otras, sin
descuidar mis necesidades personales.

Ahora vivo en un apartamento más pequeño,
pero tengo más espacio para moverme porque no lo tengo lleno de cosas que no
necesito. He aprendido a no adquirir compromisos de pago que no pueda cumplir y
valoro mucho la tranquilidad que eso me ha dado, pues mientras estoy cumpliendo
con los acuerdos de pago que he hecho con mis acreedores, no me han vuelto a
molestar.

Estoy mejorando mi relación conmigo misma,
pues me he dado cuenta de que todos esos vacíos que llenaba con objetos, son
vacíos que debí haber llenado con amor hacia mí misma, satisfacción por lo que
hago, sentimientos de competencia, capacidad y de ser digna de ser amada.

Me duele mucho haber echado a perder mi
matrimonio, pero ahora disfruto más la vida, tengo una relación estable, tengo
esperanzas hacia el futuro y estoy convencida de que con pareja o sin ella, voy
a salir adelante y lo más importante… ¡voy a ser feliz sin llenarme de cosas!

 

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Ramiro Calderón

Mentorías en el Manejo de Adicciones

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