¿Por qué abordamos este desorden alimenticio
desde la perspectiva de una adicción? ¿En qué consiste? ¿Cómo se puede
detectar? ¿Cuál es el futuro de una persona que la padezca, si no se trata?

Veamos a continuación la historia de Antonia…

 

Ramiro
Calderón

http://ramirocalderon.wordpress.com

calderon.ramiro@gmail.com

 

La
historia de Antonia:

 

Desde que nací, he
vivido en un hogar neurótico. Mi madre es obsesiva con la limpieza y los
gérmenes, y mi padre es obsesivo con el orden y la puntualidad. No es de
extrañar que yo me volviera también obsesiva y perfeccionista.

Fui una niña gordita,
pero a los doce años bajé de peso por mi propia voluntad y me juré a mí misma
que nunca volvería a ser gorda ni descuidada.

Desde muy joven comencé
a querer tener todo bajo control. Ordenaba compulsivamente mi habitación y era
capaz de darme cuenta cuando alguien había entrado, porque encontraba un cojín
ligeramente corrido o algo levemente diferente a como lo había dejado. Me
enorgullecía de eso.

Fui excelente
estudiante el colegio y la universidad. Mis compañeras me decían que yo lo
tenía todo. Dinero, apellido, belleza, inteligencia, sensibilidad y carisma.

Lo que no sabían era
que a pesar de esa máscara de perfección, en mi interior habitaba una niña
insegura, necesitada de atención e infeliz hasta llegar a pensar en el suicidio
una o dos veces por semana.

Sufría muchos dolores.
Yo no me consideraba hipocondriaca, pero visitaba mucho al médico por dolores
en diferentes partes del cuerpo. Me dolía la cadera, las rodillas, la espalda,
los hombros, el estómago; a veces sentía un dolor opresivo en el pecho y
pensaba que me iba a morir; otras veces sentía debilidad y cansancio. Ahora sé
que eran manifestaciones de mi dolor emocional. Tenía que salir por algún lado
y se manifestaba como diferentes tipos de dolor a los que los médicos no les
encontraban explicación ni remedio. Visité a cientos de médicos, psicólogos y
psiquiatras entre los trece y los veintiocho años.

Nadie sabía que yo era
bulímica. Me felicitaban por mi cuerpo, los hombres me decían que era perfecta,
pero no sabían que dentro de mí llevaba a mi peor enemiga.

Me odiaba. Me sentía
gorda y fea. Siempre veía mis gorditos y aspectos de mi figura que debía
trabajar. Mis amigas me decían que ya no podía mejorar más. Ahora veo mis fotos
de esa época y me doy cuenta de que era una muchacha muy linda. Tenía una cara
hermosa y un cuerpo perfecto, pero yo quería ser como una princesa de película
y en esa época era muy infeliz por no serlo.

No sé cuándo se
convirtió en una obsesión, pero nadie se dio cuenta. Le comentaba a mi
psicólogo de mi obsesión por mi figura y a él no le importó; decía que era
normal… mientras tanto yo me suicidaba lentamente. A nadie parecía importarle.

Si estaba triste comía.
Si estaba alegre, comía y después vomitaba para sacar de mi cuerpo todo lo que
me hacía daño. Me castigaba con ayunos. Luego volvía a comer. Era un vacío
inmenso dentro de mí, que trataba de llenar permanentemente con comida… y lo
llenaba por instantes, pero me sentía muy culpable y vomitaba. Era una adicta. Al igual que un alcohólico trata de llenar sus vacíos o tapar sus sentimientos con trago, yo lo hacía con comida. La comida era mi droga.

Comencé a engañar a mi
psicólogo, al fin y al cabo a él no le importaba. Le decía que estaba bien.
Siempre he sido una mentirosa compulsiva. Engaño a los demás, pero lo peor… me
engaño a mí misma.

Por un lado tenía esa
sensación ficticia de control… mejor dicho… compensaba la sensación de pérdida
de control cuando me daba atracones de comida, con la sensación ficticia de
control que me producía expulsar de mi cuerpo lo que sentía que me hacía daño.
 

Tomaba laxantes casi a
diario. Una vez me produje un malestar terrible con los laxantes. También «marcaba»
la comida comiendo al principio alimentos con colores fuertes para saber hasta
cuándo vomitar.

Ese fue el peor de mis
fracasos. No poder controlar nada de lo que quería controlar. Quería controlar
lo que los demás pensaban acerca de mí. Siempre parecía jovial, colaboradora y
sonriente. Siempre estaba dispuesta a todo. En mis relaciones de pareja no
disfrutaba el sexo porque mi control no me permitía extrovertirme, ni soltarme.
En las conversaciones me convertía en el muñeco del ventrílocuo. Adoptaba la
personalidad de mi interlocutor. Si mi interlocutor era ateo, yo era atea. Si
se quejaba de todo, yo también comenzaba a quejarme. Si le gustaba el alpinismo,
a mí también me gustaba. Si era un apasionado de las motos o el fútbol, yo
decía que era hincha del mismo equipo de él, a pesar de que siempre he odiado
tanto a las motos, como al fútbol.

Me gustaban los elogios
de los demás; creo que era una forma de atenuar los sentimientos negativos
acerca de mí misma; por eso los buscaba desesperadamente.

Si alguien me hacía un
comentario positivo, retroalimentaba una conducta determinada, que yo comenzaba
a realizar compulsivamente. Yo creo que por eso seguía vomitando… bueno… no
solo vomitando, sino siendo la empleada perfecta, estudiando, haciendo deporte,
arreglándome, etc.

Pero cuando alguien me
hacía una crítica, por simple que ésta fuera, terminaba dándome un atracón de
comida, y encerrándome todo el fin de semana en mi apartamento, acostada en
posición fetal y con las cortinas cerradas. Un psiquiatra me diagnosticó TAB
(Trastorno Afectivo Bipolar) y estuve tomando antidepresivos durante algún
tiempo, pero me cansé porque me hacían sentir fuera de control.

Un día desarrollé, no
una, sino muchas úlceras estomacales. El gastroenterólogo, al hacerme un
examen, me vio unas callosidades causadas por mi propio vómito en los nudillos
de la mano derecha. Me dijo que eran «Signos de Russell» que desarrollaban las
bulímicas y me recomendó asistir a Comedores Compulsivos Anónimos.

Me dijo que allí había
visto recuperarse a personas que habían sido consideradas casos perdidos por
muchos profesionales. Como yo me consideraba un caso perdido desde hacía mucho
tiempo, decidí ir a probar.

Me produjo mucha
vergüenza que el médico me desenmascarara, aunque en medio de todo él fue muy
sutil y cariñoso conmigo.

Si me hubieran
preguntado, yo habría preferido morir, a que alguien desenmascarara mi problema
con la comida. No solo las vomitadas, sino los atracones de comida que me daba
en secreto; no concordaban para nada con la imagen de perfección que trataba de
proyectar siempre, con el pelo arreglado, la ropa impecable, el orden y todo lo
que ahora veo que no era más que neurosis. Estaba obsesionada con causar una
buena impresión.

Ahora agradezco en el
alma que el médico me hubiera hablado como me habló. Aunque sentí una vergüenza
infinita, fue la puerta de entrada a este camino que me ha venido sacando de la
soledad y la incomprensión en que me sumía por mi propio perfeccionismo.

Me he dado cuenta de
que mi problema no era la comida. Son una serie de sentimientos y pensamientos
que tengo hacia mí misma, que era lo que trataba de tapar con comida y con esa
búsqueda desesperada de aceptación.

En Comedores
Compulsivos Anónimos no me he quedado para dejar de vomitar, ni para dejar de
comer compulsivamente. Esa es solo la superficie. Aquí estoy aprendiendo a
vivir feliz, sin necesidad de comer compulsivamente.

Ese es el quid del
asunto… La felicidad… y a medida que dejo comer compulsivamente, desaparece la
necesidad de vomitar. Sé que todavía me falta un gran camino por recorrer, pero
he comenzado a recibir regalos hermosos prácticamente desde el día en que
llegué. En el proceso he tenido que sentir mucho dolor por el daño que me he
hecho toda la vida con esos pensamientos y sentimientos distorsionados hacia mí
misma. Pero también he sentido una alegría genuina… y los dolores en la
espalda, las rodillas y la opresión en el pecho… ¡desaparecieron completamente!

Hace unos días me miré
al espejo y pensé «Estás bien». Así no más. Sin exclamaciones, ni decirme que
estaba bonita o hermosa ni nada por el estilo… ¡Pero no te imaginas el logro
tan impresionante que ha sido verme así! Antes me veía horrible y me
consideraba una porquería. Hoy estoy segura de que si sigo por este camino
llegará el día en que me diga a mí misma, desde el fondo de mi corazón: «¡Estás
hermosa y eres digna de ser amada!»

 

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Ramiro Calderón

 

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