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Hoy continuaremos con la historia de Codependencia que venimos trabajando desde hace dos semanas…

 

  • Capítulo II

Adolescencia confundida

Una mañana, mis sabanas estaban manchadas; sabía que me había llegado la regla. Así lo escuchaba, no porque mis padres me hablaran sobre el tema; al parecer todo era un tabú; hasta el derecho a saber qué me pasaba.

Me sentía una mujercita. Eso decían mis amigas que se era cuando te llegaba la famosa menstruación, la cual avergonzaba. Mis amistades, que eran pocas, debían ser mujeres.

Ya quería mirarme al espejo pero mi corta estatura me lo impedía; fue por esto que sufrí un accidente en el baño de mi casa. Subí al lavamanos para lograr verme al espejo; estaba con una amiga y mi hermana. El lavamanos cayo y sufrí una gran herida en la espalda. Mis gritos eran de dolor y mamá, como pudo, me saco del baño y me coloco en el mueble. Los vecinos no llegaban a ayudar porque pensaban que eran llantos de alguna paliza que mi papa nos propinaba.

Me llevaron a un hospital en donde llegaban todos los heridos del sector de la playa. Los médicos pensaron que iba a quedar con alguna discapacidad. Cuando suturaban mi herida, veía como una prostituta gritaba de dolor porque tenía varios cortes en su cuerpo que alguien le propino. Era un lugar perfecto para las prostitutas porque llegaban los barcos y podían conseguir clientes que les pagaran en dólares. Bueno… eso lo entendí unos años después; ya sabrán por qué.

Afortunadamente solo sufrí una gran herida, sin consecuencias en mi columna: una cicatriz de 30 puntos que me afligió por muchos años.

Dejé de asistir a clases como por 1 mes. Estudiaba en un colegio de señoritas, y allí se realizo la entrega de regalos del amor y la amistad, muy común en septiembre. A mí me toco mi profesor… pero ¿cómo decirle a papá que debía llevarle un regalo a un hombre? No iba a dármelo y no quería quedar como tonta, así que robe una botella de whisky de las tantas que tenía en casa. Pensé que no lo notaria, pero parecía un brujo. Al regresar a casa pregunto por la botella que hacía falta. Debía decir la verdad o si no golpearía a mis hermanas injustamente.

Recibí un golpe fuerte en mi ojo derecho, y varios correazos con la hebilla de su correa. Tuve que mentir en el colegio diciendo que me habían atracado. Las dormidas eran terribles porque mi piel se ampollaba. No hallaba cómo acomodarme en mi cama para no maltratarme y sentir dolor.

A esta edad comencé a tener muchos acosos de tíos y vecinos del barrio, que se acercaban a mí diciendo que era una niña muy linda y rosaban mis senos. Era raro. Lo que sentía era molesto para mi. Nunca recibí una advertencia de mis padres sobre algo como esto, pero cómo iban a hablarme del cuidado que debía tener, si mi peor ejecutor estaba en casa.

Una noche estaba dormida, y sentí que alguien se acostó a mi lado y bajo mis pantalones. Sólo supe que era papá cuando dijo: – ¡Quédate quieta! –

¡Oh Dios! ¡Que era esto! ¡Por qué!

Así duró mucho tiempo, tocándome. Lo extraño era que nadie se percataba de lo que pasaba. Eso no estaba bien… además, acompañado del temor que siempre le tuvimos, era una pesadilla.

No era capaz de comentarle a mami lo que me pasaba. Me sentía confundida y traicionada.

No era capaz de verlo a los ojos; trataba de evadirlo. Lo que pasaba no estaba bien.

Comencé a tener bajo rendimiento académico y terminé perdiendo el segundo año de bachillerato, como anteriormente se le llamaba, y fue la excusa perfecta para llevarme a su negocio y colocarme en un colegio cerca, para que,  según él, estudiara…y así sucedió. Me iba al colegio muy temprano y al medio día llegaba a su negocio, comenzaba a trabajar, y al mismo tiempo hacia mis tareas como podía.

No tenía derecho a salir a ningún lado. Odiaba tener que llegar a ese lugar y no a casa a compartir la hora del almuerzo con mi familia. Era mi castigo por no haber pasado el año. No había un día de descanso para mí. De lunes a domingo estaba metida en ese lugar. Sólo llegaba a casa a dormir, tarde en la noche.

Deseaba que nunca amaneciera. Me mortificaba escuchar su voz los fines de semana, muy temprano, diciendo: – ¡A trabajar! –

Muchas veces fingí estar enferma para quedarme en casa, o le decía que tenia demasiadas tareas… y cuando podía quedarme en casa era tan feliz… ¡me sentía como un pajarito al que le abren la jaula!… pero otras veces no me creía y me obligaba.

Quería que la tierra me tragara. No haber existido.

¡Maldito!

Sólo me llevaba para hacerme daño en ese lugar. Un monstruo que no se daba cuenta que yo era su hija. ¿Por qué me hacia esto?

(Continuará la próxima semana)


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Ramiro Calderón

Mentorías en el Manejo de Adicciones

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