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*El nombre y algunos detalles han sido cambiados para proteger la identidad de las personas
Cuando vi a Juanita atravesar el umbral de la puerta por primera vez, pensé que era un caso grave de anorexia o de adicción a las drogas. Su piel parecía un pergamino amarillo, transparente y arrugado que apenas forraba sus huesos; parecía una mujer de unos cincuenta y cinco años mal vividos; tenía unas profundas ojeras y una mirada triste. Su voz y la inocencia al hablar eran lo único que reflejaba su edad de diecinueve años detrás de esa apariencia deteriorada y decadente.
Me pidió ayuda para salir de la adicción a la religión. Finalmente había llegado a la conclusión de que ese camino que había escogido, jamás podría acercarla a Dios, y que nunca iba a lograr la aprobación de su líder. Se rindió.
Juanita venía de un hogar profundamente católico y disfuncional. Su padre, exitoso propietario de una empresa de consultorías empresariales con veinticuatro empleados, pasaba en la oficina de doce a catorce horas al día. Los viernes en la noche siempre tenía cocteles o reuniones de trabajo a las que «no podía faltar» y que lo llevaban a trasnocharse. Los fines de semana, que era cuando compartía con la familia, era un ogro neurótico con resaca que solo quería ver deportes en televisión y no quería que lo molestaran, ni hicieran ruido.
Su madre, una mujer criada en un hogar muy conservador y tradicional, participaba en todas las actividades de la iglesia todo el tiempo y rezaba el rosario en la mañana, en la tarde y en la noche, todos los días. Pertenecía al grupo de padres, al grupo de mujeres, al coro, y siempre estaba dispuesta a ayudar al cura como organizadora en los eventos para recaudar fondos.
A Juanita le parecía que todo era falso en su casa. La religiosidad de su madre, la jovialidad de su padre en el trabajo y con la demás gente, la alegría y la unidad que aparentaban en las reuniones sociales que organizaban y el concepto de Dios que le inculcaba su madre, que al parecer nunca escuchaba sus súplicas.
Un día se enteró de que todas las reuniones laborales inevitables de su padre los fines de semana, eran una excusa para salir con su secretaria, con quien tenía una relación desde hacía varios años. Su madre lo sabía y desde hacía más de un año y en gran parte de su actividad en la iglesia era para pedirle a Dios que volviera a poner a su esposo por el buen camino.
Juanita no quería más esa vida que llevaba; quería un cambio. No sabía qué quería, pero no quería seguir formando parte de esa farsa de familia en la que todos decían que estaban bien, mientras se estaban muriendo por dentro; en la que nadie se preocupaba por lo que los demás sentían; en donde a pesar de vivir juntos, eran unos completos desconocidos; en donde se sentía el ser más solitario e incomprendido del mundo.
Ese día, mientras caminaba cabizbaja por el campus de la universidad, otra chica se le acercó por detrás y le dijo: «Dios te ama». Ella volteó y encontró a una chica alegre, con un brillo especial en los ojos que la saludó con amabilidad. Juanita pudo aguantar y comenzó a llorar.
La otra chica la abrazó y le dijo que la entendía; que sabía lo que estaba sintiendo; que ella había pasado por lo mismo. Juanita no podía dejar de llorar al sentir, proveniente de esta desconocida, el abrazo más amoroso y cálido de su vida.
La chica, que dijo llamarse Ana, le sugirió que dejara entrar a Dios en su corazón. Juanita accedió a escuchar, pues sentía una confianza infinita hacia aquella desconocida.
Ese día comenzó una capacitación exhaustiva en la que Juanita ponía todo de su parte. Conoció al pastor y quedó convencida de la naturaleza santa de este hombre bondadoso. Comenzó a formar parte de un grupo llevaría la alegría de Dios al mundo entero; una labor nada fácil, pero que con la ayuda de Dios iban a lograr. Recibirían críticas y rechazos, de pronto hasta castigos y privaciones, tal como los primeros cristianos, pero era un precio que bien valía la pena pagar por llevar a cabo esta misión tan importante en la historia de la humanidad.
Juanita comenzó a faltar a clases, para dedicarse con esmero a su nueva misión. En ese nuevo grupo se sentía comprendida y amada. Comenzó a practicar el ayuno durante un día completo a la semana para fortalecer su carácter. También a aportar todo lo que podía en dinero y trabajo, a esta valiosa causa. Entregaba a la causa todo lo que recibía de mesada para la universidad, y también comenzó a vender cosas que no necesitaba. Comenzó vendiendo ropas que no usaba y otras cosas que consideraba ostentosas y superfluas, opuestas a la nueva felicidad basada en el amor y la comprensión que estaba conociendo.
Un par de meses después le dijeron que estaba lista para «hacer alianzas». La llevaban a una esquina de bastante tráfico peatonal en un sector universitario. Allí, ella buscaba personas, preferiblemente chicas, para entablar una conversación parecida a la que tuvo con ella Ana el día en que la conoció. Rápidamente aprendió a conocer la cara, la postura corporal y la forma de caminar de las muchachas que podrían ser buenos prospectos. En ese momento ya había comenzado a vender sus posesiones más preciadas. Vendió su teléfono celular, su computador portátil, los libros de la universidad, y todo el producto de la venta, lo donaba a la iglesia. El pastor la felicitaba enfrente de todos los otros «hermanos» por su compromiso con la misión.
A los cuatro meses su madre descubrió que se había retirado de la universidad. Al revisar la habitación de Juanita para ver si tenía problemas de drogas, descubrió que habían desaparecido prácticamente todo su vestuario, y la mayoría de sus pertenencias. Ese día, la mamá tomó la determinación de recluirla en una institución para la rehabilitación de las drogas.
Cuando Juanita se enteró de las intenciones de su madre, salió de su casa y se refugió en el apartamento de una «hermana» que vivía sola. En la iglesia había la posibilidad de ofrecerse como misioneros, y Juanita inmediatamente se ofreció para comenzar una célula en Medellín.
Recibió un poco de dinero para los viáticos, e inmediatamente viajó. Perdió contacto con sus padres. Su autoexigencia comenzó a ser cada vez mayor. Ayunaba varios días a la semana, trataba de ser «perfectamente honesta», «perfectamente honrada» y de alcanzar la santidad en todos los aspectos de su vida. Vale la pena aclarar que en esta iglesia, la mayoría de sus compañeros no eran así. Ella sola se autoinfligía castigos cada vez que «pecaba». El ayuno se convirtió en la constante de su vida. Mediante el ayuno se purificaba, fortalecía su carácter, y ahorraba dinero al mismo tiempo. Todo el dinero que ahorraba, lo enviaba a la iglesia.
Un día decidió escribir un mensaje de correo electrónico para su madre diciéndole que estaba muy bien, que no se preocupara por ella, que algún día se encontrarían en el reino de los cielos. Luego se sintió culpable por haber gastado quinientos pesos en un café internet para sus intereses egoístas y se privó de comer durante tres días. El pastor comenzó a presionarla porque según él, era más lo que costaba sostenerla como misionera, que lo que estaba aportando a la iglesia.
Por la desnutrición se le comenzaron a caer el pelo y las uñas, pero no comenzó a tomar conciencia de su autodestrucción hasta un día en que sintió una molestia en una muela; le dolía y estaba un poco floja. La comenzó a mover con su lengua y con sus dedos, hasta que la arrancó.
No sentía la necesidad de muchas cosas desde que había conocido la sensación de plenitud que producía el «amor de Dios», hasta que perdió esa muela. En realidad le dolió y la llevó a comenzar a cuestionarse ese camino. Se preguntó por qué el Pastor la presionaba y la hacía sentir como una carga, cuando ella hacía un gran esfuerzo por reducir los costos al máximo y todas las semanas enviaba dinero a la iglesia, sin pedir nunca que le enviaran nada para su sostenimiento. Sus compañeros de misión la veían como una líder y temía dañar la imagen que tenían de ella, así que no les comentó nada. Se volvió a sentir sola e incomprendida. Comenzaron los conflictos con sus «hermanos». De repente, una mañana, mientras estaba en una calle céntrica intentando «hacer alianzas», sintió el impulso de llamar a su madre a saludarla.
Habló con ella, quien entre llanto y risas le rogó que le dijera en dónde estaba. Al darle una dirección de Medellín, su madre le pidió que no se moviera, y a los cuarenta minutos llegó una tía de Juanita que vivía en dicha ciudad. Pocas horas después llegó su madre, quien viajó desde Bogotá. Se vieron por primera vez después de un año y se abrazaron después de muchos años sabiendo que este era el principio de un largo camino; el de la recuperación.
Hoy Juanita lleva una vida normal; terminó su carrera universitaria hace más de cinco años, está comprometida; es un poco obsesiva con su trabajo; no puede comenzar a leer un libro hasta que ha terminado completamente otro; a pesar de que casi no pasa tiempo en su apartamento, lava el piso del baño con hipoclorito cuatro veces por semana; sigue trabajando en sí misma y siente que ha tenido grandes progresos, pues antes no podía relacionarse, se sentía infinitamente triste y sola… y tanto esos sentimientos, como su adicción a la religión forman parte del pasado. Un pasado que no le gusta recordar.
En esta primera fase, compartiremos con el público experiencias de personas con algún patrón o conducta adictiva en sus vidas (no solo las conductas, sino algo sobre el origen o naturaleza de dichas conductas), y por qué decidieron buscar ayuda. Después compartiremos testimonios en cada una de las diferentes etapas de la recuperación.

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Ramiro Calderón

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