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Hola. Soy Mercedes y soy una codependiente en
recuperación.

Espero que mi historia y mis fondos truculentos puedan
servir para ayudar a otras personas a identificar esta problemática en sí
mismas, o a servir de puente para dar esta información a otros codependientes
que están sufriendo.

Me crié en un hogar disfuncional, con un padre neurótico
y perfeccionista, y una madre cuya misión en la vida era complacer a mi padre.

Mi padre nos atormentó durante toda la niñez con su
desprecio por no ser perfectos, por no ser como él quería que fuéramos. Todos
sus regaños fueron creando en nosotros las creencias profundamente arraigadas,
de que no éramos suficientemente buenos, no podíamos hacer nada bien, no nos
merecíamos nada bueno de la vida, y que éramos una especie de error de la
naturaleza…

¡Y éramos niños normales! Pero cuando actuábamos como
niños, o como adolescentes de acuerdo a nuestra edad, él siempre estaba
recriminándonos, criticándonos y preguntándose en voz alta cuándo iríamos a
madurar.

MI madre lo dejaba y no nos defendía, pues ella recibía
las mismas recriminaciones y malos tratos… y todavía lo hace. Nunca fue capaz
de ponerle un límite claro a mi padre, siempre estaba pendiente de que no
hiciéramos las cosas que lo sacaban de sus casillas como jugar, saltar, hacer
ruido, desordenar, ensuciar nuestra ropa, sacar malas notas, etc. De alguna
manera, todos en la familia nos sentíamos inferiores a mi padre y nos
esforzábamos todo el tiempo por ganar su amor y aceptación… y nunca lo
lográbamos. Ahora me doy cuenta de que él estaba enfermo también. Su problema
de autoestima era tan terrible, que necesitaba pisotear y minimizar a quienes
estábamos alrededor suyo para poderse sentir bien consigo mismo.

Desde muy pequeños aprendimos que las cosas de la casa
eran más importantes que nosotros. Si se nos regaba el jugo en el comedor, era
tan importante el mantel que habíamos manchado, que no importaba traumatizar y
destruir de por vida al pobre infante… y ¡ay! De que rompiéramos la ropa. Mi
padre decía que si dañábamos la ropa nos la sacaba por la cola… y nos azotaba
hasta que quedaba satisfecho. Todavía, cuando se me riega el jugo, lo primero
que siento es un miedo incontrolable. Me tiemblan las manos y las piernas se me
ponen débiles.

Desde los seis hasta los quince años me comí
compulsivamente las uñas. En ese entonces no sabía por qué lo hacía y por qué
no era capaz de dejar de hacerlo. Hoy sé que era por ansiedad, por mi sensación
de no ser digna de ser amada, que hacía que fuera muy difícil relacionarme con
los otros niños.

Estudié en un colegio femenino y en mi curso había
subgrupos: El de las Barbies creídas, el de las inteligentes, el de las
hiperactivas, el de las chistosas, el de las gorditas, el de las que sobraban,
y yo.

Nunca encajé en ninguna parte.

Ahora me doy cuenta de que era inteligente, bonita y
buena para los deportes, pero en esa época me consideraba un ser abominable y
defectuoso. Sentía vergüenza por existir. Constantemente soñaba con mi propia
muerte, la cual veía como un descanso del dolor que me producía vivir; sonreía
con malicia al pensar que ante mi ausencia algunas personas se sentirían
culpables por no haber sido buenas conmigo.

Mis padres, en vez de tratar de averiguar por qué no
podía evitar comerme las uñas, me golpearon, me echaron ají, me humillaron… y
nunca lograron que dejara de comérmelas.

A los catorce tuve mi primer amor, y dejé de comerme las
uñas. Aprendí a llenar mis vacíos de otra manera. Ahora me doy cuenta de que
fue el primer muchacho que medio se fijó en mí. Mi autoestima era tan baja, que
quedé perdidamente enamorada desde el primer piropo.

Con él tuve mi primera relación sexual y también mi
primera decepción, pues entró a mi vida para repetir el ciclo de mi vida. Todas
las personas que pasaban por mi lado me rechazaban y él también lo hizo. Eso
era lo que yo sentía. Que todo el mundo me rechazaba.

A los dieciocho me casé con el primero que me propuso
sacarme del infierno de mi casa. Por supuesto, mis padres no estaban de acuerdo
y me escapé con él en su moto.

Tuvimos que decirle al cura que yo estaba embarazada para
que accediera a casarnos.

Desde los dos meses de casados comenzó a salir con sus
amigos los viernes. Todas las semanas borracho, me insultaba, me golpeaba y
después me buscaba para tener sexo conmigo.

Yo comencé a odiarlo, pero tuvieron que pasar ocho años
para que se acabara la relación… y lo peor es que no fue por decisión mía.

Él terminó abandonándome y quedé destruida. Si ese pseudo-humano
me había rechazado, ¡imagínate la piltrafa humana despreciable que yo era!

Cuando estaba en medio de mi duelo, llegó a mi vida Ernesto,
y como dícen: Un clavo saca a otro clavo.

Ernesto llenó mi vida vacía y sin sentido tan
rápidamente, que mi ex esposo llegó a creer que yo tenía una relación con él
desde antes de separarnos. Y yo sentía cierto placer viendo cómo se mortificaba
al hacer sus películas mentales.

Ernesto era adicto al sexo. Con él accedí a cosas que
nunca pensé que le permitiría a una pareja mía.

Le permití meter a otra mujer en la cama, azotarme,
amarrarme, en fin, con él experimenté muchas cosas, algunas muy agradables,
otras dolorosas y desagradables en el sexo. Él siempre estaba pensando en sexo,
sexo y solo sexo.

De pronto un día comenzó a ser más parco en el sexo y yo
comencé a sospechar.

Casi me vuelvo loca persiguiéndolo, espiándolo, mirando
el historial de su computador, entrando a su correo electrónico y grabando sus
llamadas.

Él me decía que yo estaba loca, que era mi imaginación y
llegué a creérselo. El peor fondo de codependencia y negación con él lo toqué
cuando me contagió con una enfermedad venérea.

Después de que le reclamé, él terminó echándome la culpa,
haciéndose el digno y tratándome de puta… Y yo terminé rogándole que no se
fuera, y creyéndole. Llorándo, le decía que no sabía cómo había llegado esa
enfermedad a mí, que debía haber sido en un bus o un baño público y que por
favor me creyera que no le había sido infiel. Finalmente, después de rogarle
como durante un mes, él me «perdonó» y volvió conmigo.

Yo seguía obsesionada por los celos y él seguía negándolo
todo. Escuchaba sus conversaciones con otras mujeres, veía los correos en los
que coqueteaba con ellas, lo perseguía.

Una vez lo seguí hasta un motel a donde entró con otra
mujer. Como no me dejaron entrar a armarle un escándalo, lo esperé afuera.
Cuando salió me provocaba estrangularlo, le reclamé, lloré… y él me miró como
si fuera una lunática y me dijo que habían venido a hacer un trabajo con la
administración del motel. Terminé pidiéndole disculpas por mi celotipia y mi
locura.

De verdad, yo pensaba que veía cosas que no eran ciertas…
Hasta que él se cansó de mis «celos enfermizos» y me dejó.

Casi me muero. ¡Literalmente! Me quedé acostada en la
cama sin poder moverme durante quince días. Luego salí a comprar veneno para
ratones. Cuando volvía a casa me encontré con una amiga de bachillerato, que
apareció como enviada del cielo, pues me contó su historia de codependencia.

Inmediatamente me di cuenta de que yo era adicta a las
relaciones. Mi sustancia adictiva eran las otras personas. Las usaba para
mitigar mi soledad, para sentirme querida, útil y para encontrarle un sentido a
mi vida.

A pesar de los problemas que me traían ciertas
relaciones, yo no podía librarme de ellas, ni lograr un cambio por mí misma.

Mi estado de ánimo dependía por completo de las demás
personas. Cuando tenía algún reconocimiento en el trabajo, cuando me daban tres
palmaditas en la espalda, cuando mi pareja me llamaba por cualquier motivo, me
sentía útil y necesitada. No puedo decir que querida, porque no creía que nadie
me quisiera, pero me conformaba con sentirme necesitada. ¡Necesitaba sentirme
necesitada!

Cuando mi pareja me decía: «Te necesito». Era el mayor
cumplido que podía hacerme.

Pero cuando el señor de la tienda me saludaba un poco
seco, pensaba: «¿Qué habré hecho? ¿Por qué estará bravo conmigo». Y me devanaba
los sesos durante toda la semana sintiéndome culpable y pensando en cómo
reconciliarme con el señor. Alguna vez hasta le llevé una chocolatina.

Cuando me saludaba normalmente, todo volvía a la
normalidad, me sentía en paz con el universo y me enorgullecía de haber logrado
que se reconciliara conmigo.

Jamás se me ocurrió que él estuviera pensativo y envuelto
en sus propios problemas. Yo sentía una necesidad imperiosa de controlar los
pensamientos y sentimientos de todos los que me rodeaban.

En el trabajo siempre estaba disponible. Era la más
diligente. Siempre estaba esforzándome por agradarle a todo el mundo… y
paradójicamente, con mi melosería y complacencia, lo que más obtenía era eso
que tanto quería evitar: Rechazo.

La codependencia marcaba no solo mis relaciones de
pareja, sino todas las demás. Todo el tiempo estaba centrada en los demás.
Estaba más pendiente de lo que ellos pensaban o sentían que de lo que yo misma
pensaba y sentía. Lo que yo quería o necesitaba no era importante. Lo de los
demás sí, porque en realidad lo que me movía era la búsqueda de aceptación de
los demás. Ese era mi motor, mi motivador. Esa necesidad hacía que me comiera
algo que no me gustaba y pusiera buena cara; hacía que me aguantara en una
posición incómoda durante horas, sin siquiera darme cuenta; hacía que me
vistiera, no como a mí me gustaba, sino como creía que les iba a agradar a los
demás; hacía que me pudiera trasnochar en el trabajo a cambio de las gracias;
hacía que viniera un domingo a trabajar y me dejara gritar por mi jefe,
creyendo que eso era «ponerse la camiseta»; hacía que no reclamara cuando me
daban menos cambio en el bus, o cuando me traían gaseosa en un restaurante a
pesar de haber pedido limonada; hacía que me aguantara mis necesidades
fisiológicas por horas; hacía que pensara en qué era conveniente o adecuado
decir, matando mi espontaneidad en las conversaciones.

Pero gracias a Dios estoy en este momento en el programa
de recuperación. Ahora soy consciente de todos mis patrones disfuncionales de
conducta.

Ahora sé que es más importante feliz que mostrarle a
alguien que tengo la razón. Ya no persigo a mi pareja para encontrarlo con las
manos en la masa, sino le digo lo que espero de una relación.

Sé que no es una locura desear que mi pareja me diga que
me ama; haga proyectos a largo plazo y busque pasar tiempo conmigo; que no me
deje los fines de semana para irse a beber con los amigos; que no tenga amantes
y que ayude en la casa.

Sé que eso es lo que cualquier persona desearía y en vez
de tratar de cambiar a mi pareja, o de perseguirlo para encontrarlo con las
manos en la masa; si noto que la relación no está funcionando, le expreso mis
deseos y necesidades, que no son para nada egoístas ni egocéntricos.

Si no me siento satisfecha, puedo tomar la decisión de irme
en cualquier momento.

En este momento tengo una relación de tres años y medio
basada en el respeto y el amor con un hombre maravilloso que ilumina mis días.
Estamos pensando en tener un hijo, tenemos un negocio en el que los dos
trabajamos pero no estamos juntos todo el día, y cuando nos encontramos en la
tarde nos besamos, arreglamos la casa juntos, cocinamos juntos y somos muy
felices.

Tenemos conflictos y los arreglamos cediendo cada uno en
la parte que le compete. Nos complementamos, pero no dependemos el uno del
otro.

Cada día que pasa celebramos un día más de relación y
sabemos que si algún día la relación no funciona, cada uno puede seguir su
camino.

Yo creo que eso es lo que nos mantiene juntos y con tanto
amor para dar y recibir.

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Espera el próximo sábado a las 10:00 am, Adicción a una Relación (Historia de Mercedes)

 

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Ramiro Calderón

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